viernes, 23 de septiembre de 2011

India, La Indomable

Es difícil hablar de la India, es difícil expresar en unas pocas palabras todo lo que es y todo lo que no es ese país. Un país que rompe cualquier tipo de esquemas, que va contra la corriente y que es tan diferente a todo y su vez tan diferente dentro de sí mismo. Sólo basta moverse unos cuantos quilómetros para oir un nuevo idioma o para comenzar a ver contrastes, paisajes, gente, religiones.
Mi primer ciudad de la India fue Calcuta, la ciudad donde vivió y murió la Madre Teresa, persona que dedicó su vida a ayudar a los más necesitados, y la verdad es que para cualquiera que quiera dedicar su vida a eso, Calcuta, es el lugar indicado.
Caminar por sus calles es una odisea, es como nadar en un mar picado, como una tormenta que pasa por encima de todo y que está ahi constante y no para, no hay momento de paz, de descanso, de sentarse en un parque y mirar el cielo; siemplemente no se puede. Si la bien la India en su conjunto es un país que sufre de una pobreza extrema y que además, te transporta a tiempos pasados, mi primer ciudad es sin duda una de las más afectadas en cuanto a todo. Con una población de casi 20 millones de personas, las veredas y todo lo que sea espacio físico está completamente atestado de cualquier tipo de personas, vehículos, animales y negocios. Se ven vacas, cabras, gente con enormes bolsas, cántaros y cajas sobre sus cabezas, comercios ambulantes de absolutamente todo, cocinas callejeras, taxi-carros tirados por hombres, biciletas, motos, taxis del año 60, todos son iguales.
Cuando andar por la vereda se hace lento por la cantidad de gente y de negocios de ambos lados, la segunda opción es la corriente de gente que también camina por la calle, esquivando las miles de motos y colectivos de humo negro que pasan a centímetros y no paran de tocar la bocina ni un segundo. Por momentos, la corriente callejera también se hace intransitable y peligrosa, ahi es cuando hay que volver a la vereda y entre tantas cosas colgadas, gente, y comercios, uno siente que camina por un túnel donde sucede un especie de efecto invernadero que aumenta el ya por demás clima caluroso que se respira mezclado al smog fuertísimo.
Las veredas también son hogar de miles de almas que parecen no encontrar su lugar en el mundo, que palpitan la vida terrenal con la mirada perdida en ningún lado y los huesos parecen sobresalir por la extrema hambruna. Son almas a las que dios, el destino o vaya saber quién, decidió no ayudar, almas que carecen de energía inclusive para pedir limozna y que están en lo que yo llamo el purgatorio urbano. Almas que cuando miran, penetran con sus ojos negros brillosos y las cabezas escondidas en túnicas embarradas por la tierra y la lluvia del monsón. Quisiera que todos los que vsitian la India puedan hablar de estas almas, puedan hacer llegar la voz a todos los rincones y que todo sea el primer paso para una mano divina sobre esta ciudad que ya ni pide ayuda.
La segunda ciudad que visité en la India fue Varanasi, unos 700 km al norte de Calcuta y construída hace miles y miles de años a la vera del río Ganges.
Una vez más, la máquina del tiempo se enciende y Varanasi se convierte en un perfecto ejemplo de lo que yo creo era el mundo en la época del renacimiento o al menos hace 300 o 400 años. Un mundo de calles laberínticas de no más de un metro y medio de ancho y casas bajas pegadas una a la otra, con paredes despintadas y aberturas de madera pequeñísimas. Un laberinto plagado de vacas, de cabras y de perros; plagado de pequeños comercios que cuelgan su mercadería y cuyo vendedor espera dentrás de un marco angosto, sentado sobre un colchón y gritando sus buenas ofertas. Una ciudad donde la leche que no se ordeña en el momento, se compra en cántaros día a día en un mercado callejero o a un hombre que pasa con su bicicleta.
Varanasi es una ciudad famosa en la India y en el mundo, una ciudad de peregrinaje, una ciudad sagrada a la que muchísima gente asiste tras largos viajes para visitar sus templos y bañarse por minutos en las sagradas aguas del Ganges. Caminan uno tras de otro en larguísimas colas de gente con túnicas blancas o naranjas y frentes pintadas en el templo, descalzos por ser suelo sagrado, y algunos también rapados. Llegan hasta los escalones del río y se adentran de a poco, lavando cada centímetro de su cuerpo en sus aguas marrones bañadas por el sol de la mañana, la tarde o la noche. Constantemente los peregrinos caminan por toda la ciudad en busca de la rivera y la purificación.
En un punto junto al río, una montaña de troncos indica que ahi sucede lo que se conoce como la cremación de cuerpos al aire libre. Las 24 hs del día y los 365 días del año, una terraza de unos 6 x 10 mts, es testigo de como familias llevan a sus difuntos a ser cremados en este lugar sagrado y cómo luego de algunas horas de llamas ardientes, sus restos son aventados a las aguas del Ganges, que una vez más, es el gran protagonista.
Varanasi es una ciudad sagrada, pero la realidad es que no escapa a la pobreza, no escapa a las almas nuevamente a merced de los elementos y los seres humanos desperdigados por sus rincones a la espera de la mano que un gobierno ausente o impotente parece no dar.
La tercer ciudad fue Agra, hogar de una de esas maravillas que son simplemente inexplicables, que parecen haber sido construídas más por una mano divina. Hablo del Taj Majal, ese monumento al amor que fue contruído en el siglo XVII a orden del emperador debido a la muerte de su esposa luego de dar a luz a la hija número 14. El Taj Majal, no es sólo ese espectacular palacio blanco mármol perfecto, es en realidad un conjunto de edificios cuyo centro es precisamente el hermoso palacio. El mismo está hecho en su totalidad de mármol y cuando digo en su totalidad, realmente me refiero a en su totalidad, es gigante, elevado entre cuatro torres como la frutilla de una torta que empalaga a cualquier amante del arte, la arquitectura y la historia. A ambos lados, con ladrillo a la vista y adornadas con tres cúpulas blancas, se encuentran dos mezquitas hechas al estilo arabe-persa y que miran a la frutilla blanca como alabándola o estupefactas por su belleza. Todo el complejo está rodeado por hermosos jardines y por ser sagrado, o bien hay que quitarse los zapatos, o usar unas especie de bolsas que se ajustan alrededor de los mismos.
Agra está unos 600 km al oeste de Varanasi y si bien la máquina del tiempo sigue encendida, ya se empieza a ver más contraste, ya no se trata sólo de extrema pobreza, ya conviven distintos poderes adquisitvos y el entramado de las calles tiene una forma más regular quede a ratos lo trae a uno de vuelta al mundo del siglo XXI.
La cuarta ciudad fue Jaipur, ubicada aún más al oeste, a unos 300 km de Agra, es la capital del estado de Rajastán. Es un lugar cuyo centro se llama la ciudad rosa o vieja; y puedo asegurar que hace honor a esos nombres. Se entra por una enorme puerta tipo persa de color rosa, y una vez adentro, todo lo que está construído es también de este color. Las calles ya se entre cruzan como en una típica ciudad y si bien los animales y los comercios siguen presentes, todo parece tener un orden un tanto más occidental, o al menos, con más lógica de la que estamos acosutmbrados. Además de la ciudad rosa que sin duda llama la atención de todos los sentidos, la ciudad posee varios fuertes y palacios que se elevan entre las montañas y los lagos que rodean el centro.
El anteúltimo punto del itinerario indiano, fue Jaisalmer, una ciudad en el desierto del Thar, a unos 140 km de la frontera con Pakistán. Su centro es un fuerte de cientos de años de antiguedad cuyo color veige se mimetiza con el paisaje del desierto y cuyas terrazas permiten deleitarse cada tarde con un atardecer en el que el sol baja poco a poco como una enorme bola primero fuccia y luego roja, tiñendo el cielo al rededor de todo tipo de colores.
Desde Jaisalmer, fui en una excursión de una noche y dos días al desierto virgen, el medio de transporte, camello. El camino bajo el sol abrazador nos llevó a una zona de dunas en donde la arena era ama y señora del paisaje y los surcos del agua himnotizan a cualquiera que los mire. Fueron dos días de cocinar a leña en las manos de nuestro guía Alí, un comenzal de una villa cercana vestido con la ropa típica musulmana.
Al llegar la tarde, parecía imposible pero sí, el desierto se cubrió de nubes negras y la lluvia se hizo presente.
Mojarse no preocupaba, lo que sí preocupaba era que si seguía nublado, por la noche no se verían estrellas ni luna.
A eso de las 6.30 una vez más la gigante bola roja se hizo lugar entre la tormenta, y el lento atardecer del desierto me transportó a un cuadro de esos del siglo XVIII, donde los motivos mitólogicos son decorados con cielos de todos colores y formas.
Luego de comer a eso de las 8.00, las nubes se hicieron a un lado y la via láctea infinita cruzó el firmamento de un lado a otro; eran miles y miles de estrellas de todos los tamaños, y por supuesto, bastaba con mirar a un punto fijo por unos segundos, para divisar una fugaz que aparecía y desaparecía en un santiamén.

Luego de unas 18 hs de tren, el 20 de septiembre finalmente llegué a Vieja Delhi, desde donde tomé el moderno metro para llegar al hostel ubicado en Nueva Delhi. La última hora del camino desde Jaisalmer, la vía se vio rodeada por miles y miles de precarias casitas y pueblos, con gente lavando la ropa, haciendo sus quehaceres domésticos; animales de todo tipo; y montañas de basura infinitas.
En Delhi si que conviven los fuertes contrastes de todo; el contraste entre vieja y nueva Delhi, entre la limpieza y la suciedad, entre el moderno metro y los primitivos colectivos, entre los ricos y los pobres, entre las calles laberinticas y las anchas avenidas, entre los autos y las biciletas o los bici-taxis. 
En fin, India es un país de contrastes, donde todo puede ser posible, donde nada es por sentado y donde los días de la vida no alcanzan para descubrirla en su totalidad. La verdad es que asusta un poco, pero al final, uno agradece el momento que pisó suelo.

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