domingo, 17 de febrero de 2013

Primera parte de un viaje de escalada a Estados Unidos


Día 25 de diciembre de 2012

Después de no sé cuantos km de ruta y vía, es lo primero que escribo en este viaje de escalada. Llegamos a uno de los destinos planificados. El parque nacional Joshua Tree al sudoeste de California. Son hasta ahora 13 días de viaje pero ya parece una vida. Comenzamos con las mejillas bañadas por el aire frío del atlántico y hoy nos levantamos en una colina de Santa Bárbara, sobre el Pacífico.

Y es esto que tiene viajar que abre camino en la vida de uno y se clava para siempre, se clava ahí y queda estacado frente a todo. Puedo hablar de Nueva York y de esos mastodontes de acero y vidrio; de las bocinas acá y allá y los taxis colonizando cada centímetro de pavimento. Recuerdo ese cielo azul que nos trajo un viento hermoso y crudo, tajante en nuestras caras que firmes los soportaban.

Así pasaron esos días de grandísima metrópolis y de repente fue el tren rodando sobre esas paralelas de reluciente metal. Cómo imaginar esas olas que crecían en nuestro horizonte, y se preparaban para romper sobre nosotros y revolcarnos la vida dentro de un vagón. Ahí dentro, tres días de viaje como atrincherados contra las ventanas y con los paisajes cayendo cual gotas inolvidables impregnándose en nuestras retinas.

Los campos espolvoreados por casas y graneros que rememoraban películas de la infancia y era una y otra, y otra más y así seguían apareciendo en ese océano verde terroso.

De a ratos nos acercábamos a vecindarios custodiados por casas de dos plantas y cercas de madera y autos en los garages y el sueño americano que se hacía más y más presente. Y así fueron llegando las montañas que crecían q medida que el tren se adentraba en sus bosques profundos. De apoco se iban tiñendo de blanco y era un blanco que chorreaba desde arriba y cubría todo a su paso y entonces fueron los pinos, los incontables árboles y túneles y más montañas y todo tan esmaltado de blanco nieve.

Y de repente de nuevo al presente y acá estoy en el desierto californiano, con la noche que ya es dueña de mi entorno y el frío que me obliga a refugiarme en la bolsa de dormir.

Así es este lugar de piedras enormes y escalada que brota como manantiales de fisuras y más fisuras.

Tan pronto me dejo llevar por el río de recuerdos que ya tiene una corriente que te arrastra, como el tiempo te arrastra y no hay que dejar de ver lo navegado. Y fue sólo ayer cuando pasamos la noche buena en una colina en Santa Bárbara, subidos a un árbol y un eterno atardecer que ahí quedaría en nosotros. Con la ciudad iluminándose poco a poco, y sólo era el cielo rojo mezclado de nubes de colores y el viento escabulléndose entre los pinos. Pensamos en la riqueza, en la verdadera riqueza, aquella del alma, la que no habla, la que dura para siempre, la que tan fácil se halla y tan poco se busca, la que tan fácil te recibe y tan poco se la mira.

Vuelvo al ahora y puedo detenerme a mirar esas enormes rocas blancas manchadas de luna y nubes, y el silencio que lo es todo y nada a la vez. Hora de dormir.