lunes, 21 de noviembre de 2011

Camino al campo de hielo sur

 Expedicionarios:
Alexis Paulise
Matias Lotitto

Preparativos
-¿Te parece si concinamos las 9 empanadas que quedan y las llevamos para almorzar en el camino? "Dale, buenísimo", contesté mientras preparaba la hoya con el anafe, las sopas instantáneas, y la bolsa con azucar.
La idea era llegar al refugio de paso del viento, pasar la noche allá y regresar al otro día al Chaltén. Lo único a tener en cuenta era que a buen ritmo y para alguien que está acostumbrado a caminar en la montaña, la caminata de ida era de al menos 10 horas, y lo mismo para la caminata de vuelta. Sumado a esto, yo nunca había ido hasta allá, y si bien mi compañero sí conocía el lugar, nunca había llegado en un día. El otro tema a tener en cuenta era que según el pronóstico, la temperatura de la noche por esos lares, sería de unos 4 grados bajo cero. Una de los puntos más impresionantes de esta caminata, es que en el punto más alto, se divisa lo que se conoce como el campo de hielo patagónico sur. El mismo, es un especie de altiplano  hecho de hielo encerrado por la cordillera de los Andes y del cual nacen las decenas de glaciares que dan nombre al renombrado Parque Nacional. El refugio queda justo junto a una laguna a unas dos horas del punto más alto "Paso del Viento"; detrás de la misma, se puede observar el nacimiento del conocido Glaciar Viedma, el cual al día de hoy es el más grande de la Argentina. Matiias tuvo que pedir prestada una bolsa de dormir propicia para tan bajas temperaturas y yo usaría la mía, lo único que me preocupaba es que a la altura de los pies tiene un tajo de aproximadamente 15 cm, por el cual podría podría filtrarse bastante frío. Supusimos que estaríamos bien, asique con las mochilas cargadas, nos fuimos a dormir, ansiosos por comenzar la expedición.
Primer objetivo: Laguna Toro
Fue una mañana de sábado esa en la que partimos, caminábamos medio dormidos por las calles desiertas de las 7 de la mañana del Chaltén; recuerdo que cruzamos el puente y llegamos a la cabaña de Parques Nacionales, desde la cual nace el sendero que va hacia la primer parada del trayecto "campamento Laguna Toro". Había decidido encarar el proyecto con las botas que me prestó Matias, por lo que conocía del camino, pensé que serían más propicias que unas simples zapatillas de trekking. El detalle que olvidé, fue que el usar botas a la que nuestros pies no están acostumbrados, acarrea el grave problema de las ampollas; inconveniente que empezó a molestar aproximadamente a la primer hora de caminata.
No tardamos en adentrarnos en el hermoso sendero, asique mientras atravesábamos frondosos bosques de Lengas y verdes praderas, nos deleitábamos con el cerro Fitz Roy apareciendo de a ratos de mano derecha, hermoso, enorme, recubierto de los primeros rayos de sol de la mañana y dejando entrever sus grietas y repisas nevadas.
Luego de más o menos una hora y media de camino, aparece a la izquierda el inmenso lago Viedma, con ese color turqueza y sus costas quilométricas. Aparece luego de atravesar un bosque húmedo y embarrado, del cual se puede salir airoso cruzando los charcos por encima de troncos y esquivando las huellas del sendero. Una vez que aparce el lago, comienza una pequeña pradera que a simple vista parece firme y seca. Sin embargo, al dar los primeros pasos, las botas comienzan a hundirse; la hermosa pradera es en realidad un mallín. El mallín es básicamente un suelo en el cual solía haber nieve, y tras el derretimiento, queda con una consistencia barrosa líquida que hace una suerte de ventosa para los pies, y del cual por supuesto, se sale con las botas y medias absolutamente empapadas de agua y fango. Luego de unos minutos más, paramos justo en el punto más elevado de la primera parte, desde el cual se observa el valle inmenso que desemboca en el glaciar Toro y la laguna del mismo nombre. Por el medio del valle, atraviesa un río que serpentea descontrolado y está encerrado del lado izquiedo por el cerro Huemul con su glaciar propio que cuelga desde una de sus laderas, y del lado izquierdo por el cerro Solo, el cual si bien se ve desde el pueblo, toma otra forma desde esta perspectiva; sería como verlo justo por detrás. En ese punto nos sentamos a escurrirnos las medias, y para ese momento, las ampollas ya tenían el tamaño aproximado de una moneda de un peso, por supuesto, las dos en carne viva.
Encaramos la bajada al valle y nos adentramos en una pradera cubierta de flores amarillas y troncos de árboles secos que se paraban casi como dándole forma a un cementerio de troncos que alternaban entre los que lograban sostenerse en pie y los que habían sucumbido a la fuerza de gravedad y yacían en el suelo de colores. Pasábamos entre ellos y de a ratos aparecían pequeños arroyos que había que atravesar cuidadosamente pisando ramas tambaleantes o rocas resbalosas. Todo iba relativamente bien hasta que llegamos a un riacho bastante ancho; mirámos a ambos lados, pero no logramos encontrar un lugar propicio para cruzarlo, asique mi compañero encaró el cruce confiándose de algunas ramas y terminó por sumergir los pies en el agua en su totalidad. Decidido a no pasar por eso, me propuse cruzar pisando unas piedras que asoman tímidas en la superifcie correntosa. Pisé la primera, seguí a la segunda, y cuando me confié de la tercera, la misma cedió totalmente y cuando me di cuenta, estaba con la mitad del cuerpo en el agua. Me levanté lo más rápido posible pero ya era tarde. Las dos piernas hasta la cintura, un brazo y parte de la mochila estaban empapados en su totalidad por agua extremadamente fría. Exelente noticia, faltaban aún más de tres cuartos de camino y yo estaba completamente mojado, sin muda de ropa, y con dos ampollas que aparecían en cada paso que daba.
A las 4 horas y media de haber comenzado el periplo, llegamos a la primer parada; el campamento Laguna Toro, detrás de él, estaban la Laguna y el glaciar del mismo nombre, sobre el cual nos montaríamos horas más tarde. Rápidamente y con una temperatura no superior a unos 6 grados, comimos las empanadas luego de haber escurrido por 3ra vez las medias y descansamos aproximadamente 10 minutos. Decidimos emprender camino lo antes posible, ya que si nos quedábamos mucho más tiempo sentados, empezaríamos a tener mucho frío. Asique nos calzamos las medias y botas completamente mojadas y seguimos camino. Bordeamos la laguna Toro y de a poco el viento se hacía presente. Para comenzar a subir la morena y montarnos al glaciar, debíamos badear el río que desembocaba en el ojo de agua, asique luego de un rato de buscar un lugar no muy correntoso y de poca profundidad, cruzamos al otro lado y nos sentamos tras una enorme piedra. Esta vez, nos cambiamos las medias mojadas y comimos algunas galletitas que nos habían quedado.
Con un glaciar de por medio
A partir de ahi, el sendero se hace un poco difuso, asique  comenzamos a atravesar una zona de piedras y casi por intuición llegamos luego de 40 minutos al punto justo donde nos pudimos montar al glaciar. En esa zona se ve como la enorme masa de hielo desemboca con fuerza sobre las rocas y forma una cicatriz larguísima sin pricipio ni final. Los pasos previos al salto al hielo son muy peligrosos debido a que aunque parece sólo piedra, tiene agua congelada debajo, por lo que aunque no lo parezca, es una zona muy resbaladiza. Una vez sobre el inmenso monstruo de hielo, comenzamos a caminar paralelo al pedregal y en ascenso. Si bien por momentos el hielo contiene piedras incrustradas que favorecen la buena tracción de las botas, por momentos también es muy traicionero. Cualquier paso en falso puede significar una caída a una de las enormes grietas que hay que esquivar. Por supuesto que acabar en una de ellas no traería aparejada otra cosa que la muerte o con suerte la quebradura de ambas piernas. En general los glaciares se atraviesan con grampones puestos, pero en el caso de este, comunmente no se usan porque tiene una superficie relativamente estable para el que conoce la zona. Luego de una hora de subidas y bajadas por las blancas lomadas, volvimos al pedregal y ahi sí comenzamos el franco ascenso en dirección Paso del Viento. Ya llevabamos casi siete horas de caminata y recien comenzaba la parte más dura de todas.
Con el Paso del Viento a la vista
Para ese momento el viento soplaba fuertísimo y se incrustaba sin reparo contra las mejillas que ardían. Cada paso era luchar contra el dolor de las ampollas que empeoraban y cuidar que las ráfagas no lo empujen a uno por la pronunciada ladera sonre la cual se apoyaba el sendero. Cada vez más cuesta arriba y ya los manchones de nieve estaban por todos lados y por sobre todo, comenzaban a estar debajo de nuestros pies. De mano derecha el dueño del paisaje era un nuevo glaciar, el Túnel, bajaba como una lengua blanca y desembocaba en su propia laguna, la cual a su vez chocaba con el glaciar del cual veníamos.
Subíamos y subíamos y qué fuerte que soplaba la naturaleza, qué fuerte que había que aferrarse al suelo y agachar la cabeza, que lento subíamos con la nieve por momentos hasta las rodillas y los copos que se chocaban con los ojos que pedían por favor que los mantengamos cerrados. Cuando ya estábamos bastante arriba y cerca del Paso, atravesamos una pequeña cascadita entre la nieve, y una vez más, un paso el falso signifcó terminar con la mano metida en un charco de agua helada. Tuve que sacarme el guante y seguir con la mano descubierta frente a los elementos que parecían querer hecharnos del lugar y aún recuerdo ese cielo gris tormentoso.
Subimos por unas lenguas de nieve y luego de algunos interminable minutos, finalmente llegamos al Paso del Viento, frente a nosotros, se recostaba el infinito Campo de Hielo. No tiene final, no tiene horizonte, no tiene comparación, se funde con el cielo y las montañas en una inconmensurable masa blanca que me recordó lo pequeños que somos los humanos en este planeta.
Cerca del refugio
Desde ese punto y con las piernas que gritaban por el cansancio y la pronunicada subida, falatban aún dos horas hasta el refugio. El frío era tan ardiente en ese nivel, que decidí ponerme nuevamente el guante aunque estuviera mojado, la idea era que se seque con el calor del cuerpo y que la mano no se corte con las cuchillas heladas que volaban por el aire. Bajamos por una ladera pedreguzca, había que apoyarse contra un lado del cuerpo para impedir caer en las pequeñas avalanchas de piedras que se iniciaban con cada movimiento. Una vez más, cualquier resbalón podría haber siginificado rodar unos trescientos metros sin paradas intermedias. Superada la interminable bajada, encaramos del camino al refugio por una superficie relativamente horizontal, lo peor había pasado y para las 6 de la tarde aproximadamente, abrimos la puerta y entramos a la acogedora casilla.
Luego de un rato de charlar con las otras personas que estaban bajo ese techo (un asistente, un cliente, un guía y otros dos porteadores), hice una sopa de arbejas y jamón y luego me dispuse a hacer una polenta. Mientras calentaba la leche, charlábamos no recuerdo sobre qué tema y de un momento al otro, se me ocurre mirar la olla, y veo que debajo ardía una llamarada enorme, el contenido éstaba hirviendo y camino a rebalzarse. Cuando quise bajar el descontrolado fuego, ya era tarde, la leche caía por los lados sobre la bombona de gas. Todos en el refugio agachamos la cabeza y nos cubrimos por la fuertísima explosión. Las paredes, el piso y mi bolsa de dormir, habían quedado cubiertas de leche hervida y todos me preguntaban si estaba bien, si había sobrevivido ileso. Por suerte, no me había quemado y junto a mí, yacía la bombona hinchada. No fue más que un susto, pensé. Al rato, prendimos nuevamente el fuego y disfrutamos de una polenta riquísima antes de meternos en las bolsas de dormir y recostarnos en el entrepiso del lugar.
La vuelta
La mañana del domingo nos levantamos con una ventana que nos mostraba un paisaje totalmente distinto al que habiamos conocido. El clima había hecho de las suyas y ahora estaba todo cubierto de una capa blaquísima de nieve. Tomamos un té con unas gallettitas que habían sobrado, y junto a otros dos porteadores (Carlos de San Juan y Jonas de Santiago de Chile), emprendimos el regreso. Todo el camino de ascenso al Paso del Viento estaba completamente blanco y atravesábamos la nieve sin parar ni un minuto. Las botas se hundían cada vez más y por momentos tirábamos pesadas rocas para chequear la profundidad. La subida era muy pronunciada y las piedras debajo del manto blanco estaban sueltas. Por momentos la nieve se convertía en hielo y la subida se ponía tan resbaladiza como peligrosa. Corríamos con suerte y no soplaba viento fuerte, asique había que apurarnos para atravesar el Paso lo antes posible y encarar la bajada interminable hasta el glaciar y luego laguna toro. Cuando llegamos a la cumbre, una vez más se apareció el campo de hielo y esta vez estaba un poco más despejado, se alcanzaba a ver un horizonte blanco difuso y unos alrededores color luna indescriptibles.
Comenzamos a bajar y seguíamos sobre un sendero marcado por nieve acumulada, había que cuidar muy bien los pasos ya que una vez más, las piedras debajo estaban totalemente sueltas y la capa blanca era traicionera.
Llegamos a laguna Toro a la una de la tarde y con el frío que se acentuaba más y más, decidimos seguis de largo y no parar; esta vez no había medias de recambio y teníamos las botas completamente mojadas. Aún faltaban 5 horas de caminata hasta el pueblo.
Ni bien arrancamos, comenzó a caer un agua nieve tímida que de a poco se fue convirtiendo en una fuerte nevada que nos azotaba en cada metro. Las Lengas estaban cubriéndose de blanco y si bien hacía frío y no dábamos más de cansancio, era hermoso caminar en ese bosque.
Habían pasado algunas horas desde la partida de Toro, y ya el hambre de no haber comido en todo el día, se hacía presente, no teníamos más que un paquete de galletitas de agua y no podíamos parar con el frío intenso y la nieve alrededor. Fue cuando más esfuerzo hicimos, fue cuando más largo se hizo el camino, cuando más deseamos llegar, comer algo y tomar una ducha caliente. Esta vez ya no importaba mojarse, cruzabamos los charcos de mallín y los riachos como si tuvieramos botas, como si fueramos niños en una inundación, de nada servía intentar esquivarlos y el obejtivo era llegar lo antes posible.
Eran las 6 de la tarde cuando finalmente tocamos nuevamente tierra chaltenense y el sol empezaba a recostarse sobre todas las cosas. Sin duda, la más linda, peligrosa e intensa caminata que jamás había emprendido. Los pies me ardían y la panza gruñia fuerte, también tenía una contractura en el empeine que ya molestaba más que las ampollas y la espalda también gritaba con la mochila a cuestas. Sin embargo, creo que todo eso malo que pasaba al llegar, esta justificado por pisar aquellas tierras que de otra forma, serían desconocidas, inexistentes, aquellas tierras que también dan forma a nuestro planeta, aquellas tierras que pocos conocen y con las cuales pocos sueñan.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Reflexión viajera...

Esta vez me acobijo entre lo verde y amarillo del pasto del Chaltén. Acabo de descubrir que a unos 30 cm de mí, hay una pequeña mariposa. Esta camuflada naranja y negra y casi como posando. Qué pequeña junto a mí que soy tan gigante en este sub-mundo. Tan gigante y tan diminuto a la vez, diminuto al pie de las montañas nevadas, clavadas en el horizonte, encerrando en un cuadro a las cabañas y las flores. A la distancia, forman un manto amarikllo que se escabulle por todos los rincones y se termina mezclando con el valle.
No pasa nada en esta tarde de jueves, no pasa más que esta brisa que huele a viento del más allá, de ahi donde se pierden los ojos y la vista se vuelve innecesaria. Porque lo que está más allá del horizonte llega como algo que se funde con el cuerpo, con los sentidos que parecen llenarse de todo, con eso de que aparezca un grupo de perros y salten la cerca, como ovejas, como perros oveja saltando una cerca de madera, y de repente estoy ahi cubierto de flores y de amigos peludos sedientos de caricias, revolcándose en el suelo puro, en el suelo terrozo. De repente no es nada más que eso y todo se vuelve nada, y la nada pierde el sentido, porque deja de existir, porque en este sub-mundo cada cosa es parte de cada otra cosa. Me pregunto qué es todo eso que tiene que pasar para que la "nada" vuelva a su curso ¿Qué es? Y creo que no es algo en particular, creo que es uno mismo el que decide, el que mira con "M" de mirar, y que siente con "S" de sentir; de dejar de esperar los sentimientos y empezar a vivir los sentimientos, a encontrarlos en cada cosa.
Eso es lo que tiene el viajar, que todo se vuelve importante, que lo cotidiano pierde forma y ya nada pasa de largo, nada es como ayer. Pero creo que lo que más sabor le da al viaje, es saber que se termina, que existe un volver a lo otro, al otro mundo. De otra forma, la falta de todos los días, termina por transformarse en un cotidiano, en una constante inconsistencia que acaba por aburrir, por mostrar como común lo raro. Y es en eso que la vida es tan hermosa, en eso de saber que se termina y que la oportunidad de vivirla es ahora y que el tiempo sigue cayendo en cascada. Habrá quien elija bañarse en la cascada y tirarse a tomar sol; y habrá quien se pose justo debajo de la corriente e intente beber toda el agua posible. Al fin y al cabo terminará por arrastrar las rocas y seremos todos parte del mismo río fundiendose en la pradera infinita.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Primeras líneas de un viaje a Patagonia en Gordini

Es jueves 3 de noviembre y la tanquilidad de la tarde en Los Antiguos se hace presente. Esto se trata de sentarse frente a la inmensidad del lago Buenos Aires; se trata de perderse en sus distintas tonalidades, del turqueza, del azul profundo y lo picado del viento patagónico. Viene bajando rapidísimo, desde los picos nevados de mediados de primavera, desde el lado chileno de la cordillera. Sopla desbocado este viento que mese los sauces que nos cubren. El Gordini quedó estacionado en el camping municipal del cual somos practicamente los únicos huéspedes.
Parece mentira que ya sea tierra Santacruceña la que nos acoge; parece mentira que sólo hace 7 días llegábamos a General Acha después de haber pasado la primer noche en Pehuajó ¿Pehuajó? ¿Quién hubiese dicho que la tierra de Manuelita sería la primer parada de esta aventura rutera? Esa noche recuerdo que nos quedamos en el sector de fogones del club del lugar. Estábamos solos y prendimos un fuego para calentar el aire frío de la noche de campo. La cena se compuso de sandwiches que María, la tercer integrante del equipo, había preparado antes de salir.
Estábamos satisfechos con el desempeño del auto, 330 km y sin problemas aparentes. Todo había comenzado de manera estupenda y los 70 km/h de velocidad crucero no se habían hecho pesados.
Así continuamos aquel jueves a la segunda parada, Parque Nacional Lihue Calel, llegando con la noche que nos corría de atrás. Habíamos pasado por ese parque en varias oportunidades, pero no recordábamos ni siquiera cómo era la entrada. Es un lugar perdido en el principio de la ruta del desierto, al sur de la provincia de La Pampa.
El camino desde Pehuajó había sido hermoso, repleto de nacientes plantaciones, de pequeños pueblos pampeanos y de Eucaliptos de todos los tamaños. Se los veía en grupos, perdidos en el verde horizonte y con las ramas arañando el cielo azul, aquel cielo que parece mucho más azul en el campo, ahi, donde se respira con aroma a pasto húmedo, a viento libre de edificios.
El crepúsculo del segundo día nos mostró su sol más brillante, anaranjando sus alrededores y mirándonos de cerca, eramos una hormiga roja en un camino casi desértico.
 Armamos la carpa en un terreno arenoso, escondido entre árboles espinosos y junto a una mesa del camping. Juntamos leña, hicimos pizza a la parrilla, y de postre nos escabullimos entre las ramas colgantes y llegamos a un pequeño descampado. Desde ahí las estrellas no tenían competencia, cubrían todo, cada centímetro del firmamento parecía iluminado. Algunas más blancas, otras más grandes y otras más lejos; pero sin duda, todas hermosas. En ese momento, sólo pensaba en una frase de la banda española Extremoduro: “..me olvidé de poner en el suelo los pies y me siento mejor..”.