Día 25 de diciembre de 2012
Después de no sé cuantos
km de ruta y vía, es lo primero que escribo en este viaje de escalada. Llegamos a uno de los destinos planificados. El
parque nacional Joshua Tree al sudoeste de California. Son hasta
ahora 13 días de viaje pero ya parece una vida. Comenzamos con las
mejillas bañadas por el aire frío del atlántico y hoy nos
levantamos en una colina de Santa Bárbara, sobre el Pacífico.
Y es esto que tiene viajar
que abre camino en la vida de uno y se clava para siempre, se clava
ahí y queda estacado frente a todo. Puedo hablar de Nueva York y de
esos mastodontes de acero y vidrio; de las bocinas acá y allá y los
taxis colonizando cada centímetro de pavimento. Recuerdo ese cielo
azul que nos trajo un viento hermoso y crudo, tajante en nuestras
caras que firmes los soportaban.
Así pasaron esos
días de grandísima metrópolis y de repente fue el tren rodando
sobre esas paralelas de reluciente metal. Cómo imaginar esas olas
que crecían en nuestro horizonte, y se preparaban para romper sobre
nosotros y revolcarnos la vida dentro de un vagón. Ahí dentro, tres días de viaje como
atrincherados contra las ventanas y con los paisajes cayendo cual
gotas inolvidables impregnándose en nuestras retinas.
Los campos espolvoreados
por casas y graneros que rememoraban películas de la infancia y era
una y otra, y otra más y así seguían apareciendo en ese océano
verde terroso.
De a ratos nos acercábamos
a vecindarios custodiados por casas de dos plantas y cercas de madera
y autos en los garages y el sueño americano que se hacía más y más
presente. Y así fueron llegando las montañas que crecían q medida
que el tren se adentraba en sus bosques profundos. De apoco se iban
tiñendo de blanco y era un blanco que chorreaba desde arriba y
cubría todo a su paso y entonces fueron los pinos, los incontables
árboles y túneles y más montañas y todo tan esmaltado de blanco
nieve.
Y de repente de nuevo al
presente y acá estoy en el desierto californiano, con la noche que
ya es dueña de mi entorno y el frío que me obliga a refugiarme en
la bolsa de dormir.
Así es este lugar de
piedras enormes y escalada que brota como manantiales de fisuras y
más fisuras.
Tan pronto me dejo llevar
por el río de recuerdos que ya tiene una corriente que te arrastra,
como el tiempo te arrastra y no hay que dejar de ver lo navegado. Y
fue sólo ayer cuando pasamos la noche buena en una colina en Santa
Bárbara, subidos a un árbol y un eterno atardecer que ahí quedaría
en nosotros. Con la ciudad iluminándose poco a poco, y sólo era el
cielo rojo mezclado de nubes de colores y el viento escabulléndose
entre los pinos. Pensamos en la riqueza, en la verdadera riqueza,
aquella del alma, la que no habla, la que dura para siempre, la que
tan fácil se halla y tan poco se busca, la que tan fácil te recibe
y tan poco se la mira.
Vuelvo al ahora y
puedo detenerme a mirar esas enormes rocas blancas manchadas de luna
y nubes, y el silencio que lo es todo y nada a la vez. Hora de
dormir.